viernes, 25 de abril de 2025

SOY LA RESPUESTA A UNA PLEGARIA

El valor de una persona no se define por su cuna, su oficio, ni por su linaje, sino por el simple hecho de ser. Sören Kierkegaard decía: “La vida solo puede ser comprendida hacia atrás, pero debe vivirse hacia adelante.” Entender quiénes somos y por qué estamos aquí es una forma de valorar nuestra existencia, pero esa comprensión llega con el tiempo, al mirar atrás.

Hace ya tiempo, una pareja cordobesa se conoció en Madrid. Él era un mozo de comercio con miopía magna que, pese a sus limitaciones visuales, luchaba por salir adelante. Ella, una joven sirvienta recién llegada a la capital. Se casaron y juntos comenzaron a construir los cimientos de una familia.

Gracias a la ayuda de un amigo diplomático del régimen, consiguieron una vivienda en el barrio de San Blas, dentro del plan de la Obra Sindical del Hogar. Allí, el 18 de febrero de 1964, nació su primer hijo: Salvador. El niño llegó al mundo con dificultades. Sufría una afección cardíaca congénita conocida como “síndrome del niño azul”, lo que condicionó su salud desde el primer momento.

         Imagen aérea Geoportal del Ayuntamiento de Madrid del barrio de San Blas en 1964 (Vuelo americano)

San Blas, en aquel entonces, era un barrio recién levantado, con calles de tierra, escasa comunicación y servicios limitados. Un lugar en formación, en medio de un secarral. Allí crecía Salvador, rodeado del amor de sus padres y abuelos.

Pero, casi dieciséis meses después, una rabieta durante la comida le provocó un infarto. Su madre, desesperada, no supo qué hacer. Fue un vecino quien, sin pensarlo, tomó al niño en brazos y corrió varios kilómetros hasta el ambulatorio. El médico no pudo hacer nada. Dictaminó su muerte.

No hay dolor mayor que perder a un hijo. La pareja cayó en una profunda tristeza. Él rezaba con fuerza, pidiéndole a Dios un nuevo hijo. Durante la Navidad, la llegada de una pequeña imagen del Niño Jesús desató una discusión. Ella, entre lágrimas, le reprochaba que aún no había superado la pérdida de su pequeño.

Pero sus oraciones fueron escuchadas. Nueve meses después nació su segundo hijo, al que también llamaron Salvador. Ese niño soy yo. Llegué a llenar un vacío, a traer esperanza, aunque nunca pude borrar el dolor que mi madre arrastraría siempre. Porque lo natural es que los hijos sobrevivan a sus padres, no al revés.

Mi llegada dio un nuevo impulso a la familia. Hoy, escribo esto desde una vida plena, rodeado de amor, consciente desde siempre de que soy el heredero de una existencia interrumpida por la tragedia.

Esa herencia marcó mi camino. Siempre he sentido una preocupación profunda por mi vida espiritual. La religiosidad ha estado presente en todo lo que hago: en el trabajo, en el arte, en la ciencia, y cada vez más intensamente, en la música.

Hace años, al visitar la casa de unos amigos en una aldea de Burgos, un cuadro colgado sobre la chimenea me conmovió profundamente. Mostraba a una pareja orando en medio del campo, junto a sus herramientas de labranza. Me impactó tanto que lo compartí varias veces en redes sociales como símbolo de fe popular.

El Ángelus - Jean Francois Millet, Museo de Orsay, Paris.

No comenté mi admiración en voz alta, solo se lo mencioné a mi esposa. Temía parecer ridículo en un entorno donde la religiosidad era motivo de burla. Sin embargo, mis anfitriones notaron mi interés y se miraron con orgullo. Yo no sabía que se trataba de una reproducción modesta de El Ángelus, de Millet.

Aquel momento quedó grabado en mí. Me fascinaba cómo esa sencilla escena detenía el tiempo para orar. Imaginaba un mundo donde, al sonar una campana, todos se detuvieran a alabar a Dios. Qué hermoso sería.

Pasaron los años, y un día descubrí que quien también había sentido una conexión profunda con El Ángelus fue Salvador Dalí, que reflejó en un libro "El mito trágico del "Angelus" de Millet" y en un cuadro "Reminiscencia Arqueológica del Angelus de Millet". Para él, esa obra era mucho más que una pintura campesina. Dalí, como yo, vivió bajo la sombra de un hermano fallecido prematuramente, también llamado Salvador. Creció con el peso de ser el “sustituto”, el segundo intento. Cuando vio El Ángelus, dijo que percibía una atmósfera de muerte en la escena, como si los campesinos no oraran por el día ni por la cosecha, sino por un hijo muerto enterrado entre ellos, hecho que se constató, cuando los técnicos del museo de Orsay de Paris, espoleados por el interés de Dali, radiografiaron el cuadro, viendo que bajo el cesto central se escondía un pequeño ataúd de un niño .

     Reminiscencia Arqueológica del Ángelus de Millet, The Dalí Museum, St. Petersburg (Florida)

Me estremeció descubrir eso. Dalí sintió en esa pintura lo que yo había sentido sin saberlo, como también lo sintió Millet: el silencio denso del duelo, la espiritualidad íntima, la oración como consuelo. La conexión no era solo estética, era emocional, existencial. Era como si la obra hablara por nosotros, los que llegamos a ocupar el lugar de otro, los que heredamos un vacío.

Desde entonces, El Ángelus se ha convertido para mí en algo más que una imagen devota. Es un espejo de mi historia, un testimonio silencioso de lo que mi familia vivió antes de que yo naciera. Es el símbolo de una vida interrumpida y otra que comenzó con el peso de esa ausencia, pero también con la fuerza del amor.

Hoy, que ya peino canas, miro atrás y comprendo mejor lo que Kierkegaard decía. Solo al mirar el pasado puedo entender el sentido de mi vida, pero solo al vivirla día a día le doy verdadero valor. Y si algo tengo claro, es que he vivido con gratitud, con conciencia de que cada momento cuenta, y que mi existencia no comenzó en el día en que nací, sino en el recuerdo de quien me precedió.

Soy Salvador, fruto de una plegaria, escuchada y cumplida, deseado, nacido del amor a la vida, a Dios, ese legado y el recuerdo de mi hermano, me acompañara para siempre.

Nota: La redacción de este texto contó con el apoyo de la IA(ChatGPT) para mejorar su claridad y estilo, bajo la dirección del autor.

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